¿Es posible el desleimiento conscientemente querido de nuestro propio ego, en el mundo material en que vivimos, para transportarnos al mundo platónico de las ideas puras? La respuesta puede ser afirmativa si somos susceptibles de experimentar la disolución y transfiguración del yo, sujeto receptor activo de la obra literaria, a través de la identificación con uno de los personajes de la misma.
Julio Cortázar logra exponer esta tesis de manera experimental a través de su cuento: Continuidad de los parques. Cuento, pues, que participa de la naturaleza del ensayo poético y filosófico.
Diremos, por tanto, que el protagonista se mira en el espejo de la obra que lee, consciente previamente de todo cuanto hay a su alrededor y de aquello que deja detrás, pero lentamente en una aproximación progresiva se deja absorber hasta pasar al otro lado del espejo para terminar siendo espectador de la amenaza de su propia muerte en la trama de la novela que está leyendo. Tres partes, por consiguiente, que pueden deslindarse de la siguiente manera:
La primera abarca desde el comienzo hasta el punto en el cual el protagonista busca la paz de su estudio que miraba hacia el parque de los robles, para dedicarse plenamente a la lectura. Anteriormente, el acercamiento a la obra ha sido progresivo: diríamos que nuestro lector se va dejando seducir por la trama, por el dibujo de los personajes, pero que ha de interrumpir la lectura para dedicarse a sus negocios y a sus asuntos personales: escribir una carta a su apoderado, discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías...
En una segunda parte, se nos cuenta cómo arrellanado en su sillón favorito, va dejándose absorber por la lectura. El proceso es igualmente progresivo y libremente querido: de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones. El autor analiza el movimiento psíquico del lector que va gozando del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodea. Aunque todavía no ha conseguido la inmersión completa en el relato: siente que su cabeza descansa cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos siguen al alcance de su mano, que más allá de los ventanales...
Por fin, en la tercera parte dejan de mencionarse elementos externos a la novela que está leyendo. El protagonista-lector ya está del otro lado del espejo, ya no es consciente de su propio ego; es testigo de todo cuanto está sucediendo en el mundo de la ficción. Pero, por arte y gracia del autor, esta muerte del ego del lector queda poéticamente reflejada en el final del cuento: el puñal del asesino amenaza al hombre que está leyendo. Y ello hace que el lector externo, el lector concreto que es el que lee el cuento, recobre su autoconsciencia al verse sorprendido en el acto de identificación con el lector interno de la obra. La revelación de ello se ha producido paulatinamente, mediante la acumulación de detalles citados al principio y que vuelven al final de manera sorprendente: primero una sala azul [...], y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. Resulta paradójico que el homicida nos devuelva a la realidad de la que habíamos quedado enajenados: la muerte no sobreviene al final del cuento, sino durante su lectura; nuestro ego queda desleído, enajenado... muerto en la propia trama mientras leemos. Y todo ello lo consigue el autor por dos procedimientos: en primer lugar, por la intriga de los hechos narrados mediante expresiones que se suceden paralelamente a la conspiración programada y que nos anuncian el desenlace de algo trágico: “el puñal se entibiaba contra su pecho”, “se sentía que todo estaba decidido desde siempre”, “hasta esas caricias [...] dibujaban la figura de otro cuerpo que era necesario destruir”... Y en segundo lugar, por el propio lenguaje poético lleno de figuras bellísimas: prosopopeya en “latía la libertad agazapada”, prosopopeya, símil y metáfora en “un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes”; nuevamente una personificación, pero esta vez preñada de verbos con enorme fuerza dramática: “esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir”, la reiteración del sustantivo “sangre” en un marco de adjetivaciones especialmente elegidas para crear esa ambientación siniestra: “sórdida disyuntiva”, “mujer recelosa”, “pasión secreta”, “senderos furtivos”, “libertad agazapada”, “repaso despiadado”... Finalmente, la adjetivación casi desaparece en el último párrafo, para dar paso a una sucesión trepidante de acciones verbales y que termina en una frenética acumulación de sintagmas nominales.
Para entender mejor la arquitectura de este cuento, concluimos comparándolo con otra obra genial: Las Meninas. En este cuadro, Velázquez se sitúa frente al espejo y pinta cuanto tiene delante y detrás de sí mismo; al mismo tiempo, está dentro de la escena y se muestra a través de su autorretrato con el pincel en la mano. Julio Cortázar, ante el espejo de su obra, también se introduce en ella y nos sorprende su presencia bajo el símbolo del puñal. Así es como volvemos de nuestro ensueño identificados con el lector de la ficción: nos vemos amenazados por el homicida. Pero, el arma no es otra que la pluma, el estilete del autor, el autor mismo que así se nos manifiesta.
Más aún, dentro de Las Meninas como también dentro de Continuidad de los parques siempre estarían Velázquez y Cortázar; incluso, aunque éstos no hubiesen figurado expresa o simbólicamente en sendas obras. Verdaderamente, lo maravilloso de estos autores es que ambos han logrado representar, por igual, a los receptores universales que intervienen en el acto comunicativo de toda obra artística y en los cuales piensan cuando están creando. Y, aún más, lo que ciertamente cobra una importancia relevante: ambos logran poner en contacto al receptor biográfico concreto con el receptor universal - encarnado este último respectivamente en sendos personajes: “el hombre que mira desde la puerta” y “el protagonista del relato”. Compárese a Nieto Velázquez, cuando al asomarse a la puerta y contemplar la escena desde fuera queda por arte del pintor absorbido por ella misma, con el personaje principal de la narración que igualmente es absorbido por la trama gracias al arte del escritor: ambos, pues, representan al receptor universal del que hablamos. Frente al cuadro de Las Meninas se sitúa alguien concreto para contemplarlo (espectador biográfico), éste a su vez se identifica con el personaje de la puerta (símbolo del espectador ucrónico universal) quien, por otro lado, contempla embelesado la escena global de la que también forma parte el propio pintor. De la misma manera, sobre el cuento se posa la mirada atenta de un lector concreto (lector biográfico), el cual se identifica con el lector de la ficción (símbolo del lector ucrónico universal) desleído en la trama y testigo de la misma. Finalmente, aquel despierta de su ensoñación bajo la amenaza del puñal, símbolo de la ubicua presencia del autor.
No nos queda más que manifestar nuestra convicción de que nos encontramos ante una de las joyas de la literatura universal de todos los tiempos. Por ello, mientras dura su lectura, nos atrae hacia su interior como si de un poderoso imán se tratase y nos hace olvidar nuestra propia identidad.