I. INTRODUCCIÓN:
¿Cuántas interpretaciones se hubieran dado de las cuarenta y dos octavas reales de Perito en lunas si Miguel Hernández no hubiese indicado el título para cada una de ellas?
¿En qué podríamos basarnos concluyentemente para otorgar mayor rigor interpretativo a unas que a otras?
Cuando para la interpretación del texto no se puede o no se quiere recurrir sino al texto en sí, ¿no es cierto que la tesis del deconstruccionismo defendida por Jacques Derrida resulta completamente cierta? Porque, si partimos del texto en sí mismo como defiende el formalismo más estricto, ¿qué diferencia puede haber entonces entre la realidad y la ficción?
Para contestar a estas y otras preguntas he querido partir de la interpretación canónica del poema POZO de Perito en lunas y contrastarla después con mi interpretación personal y libre; de manera que, partiendo del supuesto desconocimiento de la intención del propio autor y del objeto que tenía en mente al crear su poema, intento demostrar cómo esta última interpretación es perfectamente posible y lógica, ya que se apoya en todo momento en las diversas acepciones extraídas del vocabulario del texto hernandiano. Todo ello resultará aún más cierto si tenemos en cuenta la naturaleza de la materia que analizamos; pues, al tratarse de poesía, es perfectamente legítimo buscar los diversos sentidos figurados que pueden adquirir los vocablos en sus interrelaciones dentro del texto.
De hecho, la estadística informática nos descubrirá que este poemario es impresionista: usa los colores como un pincel de palabras muy elaboradas. Miguel Hernández sabe muy bien que el arte de la creación son los detalles y la precisión en retratar lo baladí. Sus octavas reales sobre objetos de la vida cotidiana alcanzan al igual que los bodegones de Madrazo o Zurbarán (con naturaleza muerta, flores o enseres de lo más comunes) una belleza plástica a la que sólo llega el artista capacitado, tanto para entender la poética como la teoría de la pintura.
Por lo tanto, para su objetivo poético, el autor recurre prolíficamente a la polisemia, que aparece en todas las octavas reales, a metáforas herméticas y al uso de una simbología extraída de su entorno cotidiano: los colores, las palmeras, la higuera, el limón, la sandía, la granada, el gallo, la lavandera, las culebras, las ovejas... El oro como dátiles, el tema religioso, la luna y sus fases...
Y, atención a la siguiente cita, puesto que en razonamientos análogos nos basamos para defender la tesis, como sostiene el deconstructivismo, de que la interpretación de un texto como el poema propuesto es en la práctica completamente libre e ilimitada si no se tiene el necesario acceso a los referentes necesarios:
Nos encontraremos con un interesante proceso mental de interpretación de los símbolos (subdivididos en símbolos puros e iconográficos), que nos evocan arbitrariamente signos en la mente del interlocutor, donde nos formamos nuestras propias imágenes según nuestros valores socioculturales a través de las asociaciones conceptuales, ahora bien, las octavas nos evocan imágenes subsidiarias que nosotros hemos de recomponer acertadamente o por aproximación al antecedente[1].
Es obvio, pues, que si no existen antecedentes extratextuales, la polisemia con la que se juega continuamente unida a las metáforas crípticas y a la simbología pletórica de interpretaciones diversas según la cosmovisión del receptor pueden llevarlo a éste a una interpretación completamente libre y coherente en el marco intratextual. Veamos, pues:
Minera, ¿viva? luna ¿muerta? en ronda,
sin cantos; cuando en vilo esté no tanto,
cuando se eleve al cubo, viva al canto,
y haya una mano que le corresponda.
Dentro de esta interior torre redonda,
subterráneo quinqué, cañón de canto,
el reloj, ¿no?, del río, sin acento,
reloj parado, pide cuerda, viento.
sin cantos; cuando en vilo esté no tanto,
cuando se eleve al cubo, viva al canto,
y haya una mano que le corresponda.
Dentro de esta interior torre redonda,
subterráneo quinqué, cañón de canto,
el reloj, ¿no?, del río, sin acento,
reloj parado, pide cuerda, viento.
II. PRIMERA INTERPRETACIÓN.
La primera interpretación es la que hace Ramón Fernández Palmeral, y se ajusta a la tradición canónica que toma como base el título del poema dado por Miguel a su amigo Federico Andreu Riera.
En esta octava es digno de significar la polisemia de la palabra canto, la primera en el verso 2 se refiere al verbo cantar, la segunda en el verso 3 a brocal del pozo, y la tercera del verso 6, a canto de piedra. He querido señalar este detalle como uno más del alarde e ingenio y, sobre todo, audacia y riesgo del poeta, por ello hay que estar al acecho en cada palabra. La octava tiene ciertas semejanzas con «Nocturno» de Juan Ramón Jiménez: «La luna me echa en el alma / honda, un agua de deslumbres, / que me la deja lo mismo / que un pozo templado y dulce».
En el primer verso «Minera, ¿viva? luna ¿muerta? en ronda, / sin cantos [...]» es una composición ciertamente complicada, por una parte tenemos un hipérbaton, una antítesis y una metáfora. Deshaciendo el hipérbaton nos hallamos con una luna minera, el pozo es una mina y en el fondo del pozo, el agua quieta aparece como un espejo que nos refleja la luna. La antítesis o contraposición de luna ¿viva?, o luna ¿muerta?, ignoramos si nos quiere decir que vemos la luna o está oculta por las nubes. La metáfora de «en ronda sin cantos», nos lo evidencia con mejor propósito. La luna como los mozos rondaban de noche a sus novias, y cantaban a la reja de la ventana, pero por otra parte, la luna de esta octava está en ronda es decir vigilando a la población.
Los versos 2, 3 y 4, describen al cubo que saca el agua del pozo, suspendido por una cuerda a la garrucha, es decir, «en vilo esté no tanto, / cuando se eleve al cubo», reposará en el canto del pozo o brocal antepecho que rodea al pozo, gracias a la mano que le coge del asa, y liberará al cubo de su peso y viaje desde el subterráneo mundo minero y vertical. Por ello «viva al canto», podría significar que gracias al canto del pozo el cubo se sostiene «y haya una mano que le corresponde» (cogiéndolo).
La segunda parte de la proposición es más asequible, se refiere al fondo del pozo y al agua que mana en él, «dentro de esa interior torre redonda» (pozo). Se dice que los manantiales alumbran agua (descubrir aguas subterráneas), por eso el poeta nos confirma esta idea con la metáfora «subterráneo quinqué». Y en «cañón de canto», podría referirse al conducto que da salida al agua entre los cantos rodados del manantial, o quizás a la forma cilíndrica del pozo.
Sánchez Vidal observó muy acertadamente que el pozo para que siga manando hay que quitarle agua, echando el cubo, de ahí el doble sentido de darle cuerda al pozo echarle cubos. El pozo nos «pide cuerda», mi alejada se encuentra el refrán recogido en el Lazarillo de Tormes: «Por no echar la soga tras el caldero», refrán que significa, por [2]no ir la soga a la horca, te pringará el caldero. Si no sacas agua, el pozo se pringa. Que no es «el reloj, ¿no?», no es un reloj continuo de agua «del río, sin acento», podría significar un manantial menor no es un río o que procede filtrada de un río, río Segura.
III. SEGUNDA INTERPRETACIÓN.
La segunda lectura es completamente personal. Como hemos anticipado, parte del presupuesto de un lector que no conozca nada de los referentes extratextuales. Dentro de ellos, como es obvio, se incluyen los títulos de las octavas reales, puesto que en la edición príncipe no figuraban; de manera que los poemas eran mencionados y ordenados simplemente mediante números romanos. En consecuencia, haremos abstracción del título. Se trata, por lo tanto, de una interpretación libre pero ajustada en todo momento a los elementos intratextuales, los cuales se analizan conforme a la lógica interna y a la cosmovisión del receptor. Adviértase que, para no repetir las figuras retóricas ya consignadas en el análisis de Ramón Fernández Palmeral, las asumimos aquí en su totalidad, sin que ello impida que aportemos también nuestra personalísima contribución en la interpretación de la simbología intratextual y de todo el texto, tanto en cada una de sus partes como en su globalidad
“Minera, ¿viva?...”
Nos hallamos ante la lírica del poema; poema lírico que nos habla de ese algo inefable que escapa al análisis científico, pero que transciende y adquiere corporeidad en el mensaje literario: la naturaleza de la obra poética.
Dos octavas reales abrazan, pues, a un mismo amante; se ciñen al mismo tema. Y lo envuelven por entero en sus tres partes: cabeza, tronco y extremidades:
- La cabeza, que no es otra que el inicio (primera octava), nos muestra la imagen de la obra poética anhelando ser leída o acogida por un lector.
- El tronco (versos 9 a 11 de la segunda octava) representa la acogida de la obra por parte de un receptor colectivo; el triunfo y la difusión de la misma en una etapa cualquiera del devenir histórico.
- Y las extremidades (versos 12 a 16: símbolo de la fecundidad de toda obra que es acogida por otro poeta, galán de pico) alumbran el nacimiento de una nueva obra literaria (sol en sigilo, potro en abanico). Se termina, pues, simulando el movimiento de un contorsionista cuyas piernas y brazos se enroscan en su propia cabeza para formar una alegórica esfera del poema.
De manera que la primera parte comienza por una metáfora que, a semejanza de las que aparecen después, adquiere la categoría de símbolo: minera. Y el autor los va nombrando: minera, luna, torre, quinqué, cañón, punto, reloj, viento. Y comienza preguntándose a sí mismo, pero al mismo tiempo interpelando al receptor universal al que se dirige, mediante un binomio interrogativo y antitético: ¿Está viva la poesía (minera) cuando ignota, áureo destello/ argénteo resplandor, espera la mano del lector que ha de acogerla? ¿Está muerta cuando, luna en ronda sin cantos, no es contemplada por nadie? Vida y muerte expresan la paradoja esencial existencial de toda obra literaria por su carácter ucrónico, de manera que para que ésta sea en acto requiere al cantor en su doble polarización: emisor (poeta-autor) / receptor (poeta-lector).
Por eso, el poema ronda continuamente en vilo en el magma literario hasta que alguien lo recrea leyéndolo, cantándolo: necesita que una mano lo elija y lo ponga ante la imaginación de otro ser humano; ser correspondido, acariciado, distenderse, relajarse en un acto que nos evoca el coito. Mientras tanto, permanece a la espera cual mariposa lumínica rondando el foco creativo del lector: ¿Cómo puede alumbrar un quinqué bajo tierra?; ¿Acaso el artífice del mismo, que no es otro que el poeta (ambigüedad: Quinquet es el nombre del inventor del artilugio, pero también su propio invento), podrá comunicar su arte sin una mano que lo saque a la superficie? ¿De qué sirve esa torre redonda que es el mensaje literario (obra circular, acabada...) si alguien no penetra en él para desvelarlo y recrearlo mediante su propia intuición?
Culmina esta primera parte en una imagen genial: la obra es el punto. ¡Qué maravillosa palabra para expresar su naturaleza! Si buscamos en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua veremos el valor tremendamente polisémico de la misma, y cómo a través de su voluntaria ambigüedad se nos acerca intuitivamente a la esencia del mensaje poético: “Señal de dimensiones pequeñas, ordinariamente circular, que, por contraste de color o de relieve, es perceptible en una superficie”. ¿Acaso esta primera acepción no se ciñe en cierto modo a lo anteriormente expuesto? Es fantástico que la primera definición que encontramos en el diccionario se preste por igual para ser símbolo del objeto definido. Pero, nuestro asombro irá en aumento si leemos la segunda acepción: “Cada una de las partes en que se divide el pico de la pluma de escribir, por efecto de la abertura o aberturas hechas a lo largo de él”. Fijémonos bien: esta definición nos lleva a una sinécdoque: punto como pico de la pluma que se divide en dos partes: la primera nos remite al escritor-poeta que la empuña; la segunda, río sin acento, al lector-poeta que al leerla la convertirá de nuevo en acto estético. Y ambas se unen en la punta, en el punto o pico de la pluma que es la obra redonda y acabada. Y así queda cerrado el triángulo: autor, obra literaria, lector / emisor, mensaje poético, receptor.
Finalmente, tras la metáfora-símbolo del reloj parado que pide cuerda (es decir una vez más la obra que anhela ser leída), el viento como imagen de la fuerza arrebatadora que conmueve el ánimo del lector subyugado por el mensaje poético que se engrandece, se eleva al cubo, cuando vive al canto.
Amanece en la segunda parte por su talle cuando, al filo de la noche que termina y en cuyo seno la obra permanecía dormida, una coral la canta y vivifica al despertarla: acogida, triunfo y difusión por el receptor universal, que se hace concreto en la colectividad uno a uno en sendos actos de comunicación y entrega voluntaria, activa. Pero nada es eterno y todo gira: el canto acaba al filo de la sombra que vuelve una y otra vez. Y la luna, obra literaria/ luna clara, alumbrará en esa nueva noche circular. Aunque, esta vez, preñada de un sol dirigible que nos adentra en la tercera parte del análisis: fecundidad de la poesía que al ser vivificada, actualizada... se expande, se engrandece para alumbrar más clara el símbolo (sol en sigilo) de la obra nueva que engendrará si a las hirvientes sombras no rodara, si no cayera en el olvido, si una mano... Y volvemos al eterno retorno de lo idéntico: el poema necesita de una mano que le corresponda. Quizás la mano de un cantor poeta.
Luego el final, o ¿más bien el principio?, cuando llegamos al filo de la noche y un canto colectivo de voces una a una se eleva al firmamento, si el canto es requerido: lector-poeta, ¿poeta-lector?... Quizás sólo un POETA, rejoneador galán de pico, se haga eco amplificado de su luz y cabalgue sobre el potro de una nueva obra poética, potro fébico, sol en sigilo irradiando su luz en abanico sobre esa esfera cósmica de la literatura.
IV. CONCLUSIÓN
Llegado a este punto, creo haber demostrado, o al menos mostrado, la veracidad de la tesis defendida y que ha sido debidamente formulada. Por ello, estoy de acuerdo con los críticos que piensan que fue un error por parte del autor sugerir los títulos correspondientes a estos poemas, ya que por la naturaleza lúdica de los mismos es preferible que se deje a la creatividad del receptor su interpretación. Solamente la incomprensión que supuso el escaso eco que tuvieron en el momento de su aparición explica, pero no justifica totalmente que Miguel Hernández cayese en la tentación de desvelar su misterio. Porque el misterio de la poesía es lo que hace volar la imaginación tanto del poeta autor como del receptor poeta.
No obstante, quiero dejar claro que la defensa que aquí se ha hecho de una interpretación completamente libre de estos poemas debido, como hemos dicho, al carácter lúdico de ellos y de su primera edición sin títulos; es decir, planteada por el propio autor como juego de adivinanzas, no significa –digo- que justifiquemos el formalismo integrista que, por el contrario, debemos criticar, pues el entendimiento cabal de lo que muchos autores han querido trasmitir solamente se alcanza con los referentes extralingüísticos que hay que saber buscar y valorar. Qué duda cabe que la obra de Miguel Hernández tiene un compromiso que va mucho más allá de lo social, pues indaga en la naturaleza humana en tanto que humanizada y humanizadora; que es un compromiso, pues, con el HOMBRE, así con mayúscula. Por lo tanto, desgajarla del marco existencial (geográfico, histórico, social, humano...) en la que se produjo sería un error, al igual que si lo hiciéramos con la inmensa mayoría de las obras de otros poetas. El deconstruccionismo bien leído, o al menos así lo entiendo yo, lo que pone de manifiesto, y creo haberlo demostrado, es que toda obra aislada del contexto existencial en el amplio sentido de la palabra produce ilimitadas interpretaciones, que pueden estar perfectamente justificadas por una lectura inteligente del contexto intratextual, pero que podrían resultar también completamente disparatadas respecto de la intención que el poeta tuvo. Se nos dirá que eso es lo de menos, porque la obra se hace autónoma una vez que ha sido publicada y que cobra vida al margen de quien la escribió. Pero, aunque esto sea verdad, no lo es menos que aislar por completo la obra del contexto histórico en que fue escrita es un ejercicio excesivamente cómodo e incluso reaccionario. Y, en este sentido, estamos de acuerdo con el profesor de la Universidad Carlos III, Jorge Urrutia, cuando afirma:
El estructuralismo que tanto significó para la aparición de un nuevo modo de encarar los estudios literarios, tuvo la virtud de demostrar que el texto era lo importante y que biografía, fuentes, nivel de lengua, etc. sólo cobran valor en su manifestación textual. Pero en su virtud llevaba un defecto que se ha descubierto grave: aisló la obra literaria de su proceso continuo de producción de significado, significación y sentido. El post-estructuralismo, con el desarrollo también de la pragmática, ha buscado salir de aquella situación, que se pretendía científica y aséptica, cuando ha acabado siendo inexacta y, si se me permite el término hoy ya tan aparentemente confundidor, reaccionaria[3].
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