Cuenta un mito griego que fue el titán Prometeo
quien, arrebatándoselo a los dioses, llevó a los hombres el fuego,
enemistándose con los primeros para siempre. A partir de entonces el dominio
del fuego, junto al de la palabra, ha sido uno de los dones divinos que han
hecho del ser humano una especie única en este planeta que ellos mismos dieron
en llamar Tierra.
En este libro Antonio Capilla, poeta “fieramente humano”, nos entrega, como si de un nuevo don divino se tratara, el verso fraguado a fuego lento, la palabra poética heredada de los grandes maestros (Juan Ramón, Machado, León Felipe, Quevedo…). Y nos la entrega nueva, renovada, propia.
Una profunda filantropía emana de todos y cada uno de los poemas. Amor al hombre, amor a la palabra. El amor hecho verso, hecho poesía.
Encontramos también compromiso con el otro, con el que, ajeno, sufre los golpes y las adversidades. Y es nuestro poeta prometeico quien se encarga de despertar nuestras conciencias. En la más pura línea de León Felipe, se rebela con un tono profético contra lo que no puede ni debe ser tolerado. Y se pregunta, nos pregunta, nos sacude del letargo. Así, en poemas como “La voz que nunca calla”, el verso se hace grito, se hace rabia y condena… y toma partido, “partido hasta mancharse”.
Hay poemas que, como “La risa”, se encuadran en la mejor tradición quevedesca de la burla y la sátira mordaz. De la mano de un estilo conceptista amigo de los juegos de palabras, busca trastocar con el lenguaje la ya de por sí trastocada y patética realidad política en su manifestación más burda y trasnochada.
También el viejo romancero castellano se hace nuevo para denunciar la difícil situación en la que vive el pueblo palestino. Y Palestina es ahora una niña que se hermana, gracias a la magia de la literatura, con nuestras tres morillas de Jaén “Axa, Fátima y Marién”.
Son de reseñar los guiños a los grandes maestros del modernismo hispánico: José Martí y Rubén Darío. Para Martí el octosílabo asonante, la frescura, la pincelada colorista de “Yo traigo una rosa roja”. Para Darío la sensualidad, el alejandrino majestuoso y galante, el ambiente sensual y decadente (amigo del goce y los jardines) de “En verso sáfico” o “Bebiendo el infinito del vino del amor”.
Los haikus no van solos, caminan de la mano con el aforismo machadiano y en ellos se desgranan, en breves e intensas pinceladas, atrapando un instante entre dos o tres versos, los grandes temas de la poesía: el tempus fugit, el misterio de la creación, el amor, la tarde, las edades del hombre…
En “Hay que soñar la vida para vivir el sueño” aparece el concepto de la vida como sueño, como aprendizaje. Un camino que andar, la memoria de los que ya no están pero van con nosotros, el padre, la casa de la infancia, los sabios consejos. La infancia mira al sur, al paisaje perdido, a lo que un día fue. La juventud, arco tendido al cielo del futuro, quiere soñar (“metáfora y presagio de lo que fue mi hallazgo / de lo que fue mi encuentro”) para poder vivir.
Todo lo dicho y mucho más podemos encontrar en estos versos. Porque leer poesía es siempre un acto de encuentro y reencuentro. Un acto casi iniciático en el que la palabra poética nos revela un mundo que ya conocíamos de una manera completamente nueva. ¡Bendito extrañamiento éste que nos produce la poesía! Y benditos los poetas que, como Antonio Capilla, nos permiten, aunque sea por un instante, enfocar la realidad desde nuevos puntos de vista, aumentar nuestras perspectivas, emocionarnos, conmocionarnos, y volver a ser aquellos humanos desvalidos, que, gracias a Prometeo, encontraron El fuego en la palabra.
En este libro Antonio Capilla, poeta “fieramente humano”, nos entrega, como si de un nuevo don divino se tratara, el verso fraguado a fuego lento, la palabra poética heredada de los grandes maestros (Juan Ramón, Machado, León Felipe, Quevedo…). Y nos la entrega nueva, renovada, propia.
Una profunda filantropía emana de todos y cada uno de los poemas. Amor al hombre, amor a la palabra. El amor hecho verso, hecho poesía.
Encontramos también compromiso con el otro, con el que, ajeno, sufre los golpes y las adversidades. Y es nuestro poeta prometeico quien se encarga de despertar nuestras conciencias. En la más pura línea de León Felipe, se rebela con un tono profético contra lo que no puede ni debe ser tolerado. Y se pregunta, nos pregunta, nos sacude del letargo. Así, en poemas como “La voz que nunca calla”, el verso se hace grito, se hace rabia y condena… y toma partido, “partido hasta mancharse”.
Hay poemas que, como “La risa”, se encuadran en la mejor tradición quevedesca de la burla y la sátira mordaz. De la mano de un estilo conceptista amigo de los juegos de palabras, busca trastocar con el lenguaje la ya de por sí trastocada y patética realidad política en su manifestación más burda y trasnochada.
También el viejo romancero castellano se hace nuevo para denunciar la difícil situación en la que vive el pueblo palestino. Y Palestina es ahora una niña que se hermana, gracias a la magia de la literatura, con nuestras tres morillas de Jaén “Axa, Fátima y Marién”.
Son de reseñar los guiños a los grandes maestros del modernismo hispánico: José Martí y Rubén Darío. Para Martí el octosílabo asonante, la frescura, la pincelada colorista de “Yo traigo una rosa roja”. Para Darío la sensualidad, el alejandrino majestuoso y galante, el ambiente sensual y decadente (amigo del goce y los jardines) de “En verso sáfico” o “Bebiendo el infinito del vino del amor”.
Los haikus no van solos, caminan de la mano con el aforismo machadiano y en ellos se desgranan, en breves e intensas pinceladas, atrapando un instante entre dos o tres versos, los grandes temas de la poesía: el tempus fugit, el misterio de la creación, el amor, la tarde, las edades del hombre…
En “Hay que soñar la vida para vivir el sueño” aparece el concepto de la vida como sueño, como aprendizaje. Un camino que andar, la memoria de los que ya no están pero van con nosotros, el padre, la casa de la infancia, los sabios consejos. La infancia mira al sur, al paisaje perdido, a lo que un día fue. La juventud, arco tendido al cielo del futuro, quiere soñar (“metáfora y presagio de lo que fue mi hallazgo / de lo que fue mi encuentro”) para poder vivir.
Todo lo dicho y mucho más podemos encontrar en estos versos. Porque leer poesía es siempre un acto de encuentro y reencuentro. Un acto casi iniciático en el que la palabra poética nos revela un mundo que ya conocíamos de una manera completamente nueva. ¡Bendito extrañamiento éste que nos produce la poesía! Y benditos los poetas que, como Antonio Capilla, nos permiten, aunque sea por un instante, enfocar la realidad desde nuevos puntos de vista, aumentar nuestras perspectivas, emocionarnos, conmocionarnos, y volver a ser aquellos humanos desvalidos, que, gracias a Prometeo, encontraron El fuego en la palabra.
Marisas Peña
(Antonio Capilla, EL FUEGO EN LA PALABRA, Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2012)
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