EL FUEGO EN LA PALABRA
Dice Gerardo Diego en una de sus así llamadas creencias poéticas: “La
Poesía hace el relámpago, y el poeta se queda con el trueno atónito en las
manos, su sonoro poema deslumbrado”.
Pocas veces una cita ajena casa mejor con la intención final de este
libro admirable.
Pero retrocedamos milenios en el tiempo para ver lo que dice el Prasna Upanisad, con la sabiduría honda
y ancestral que le caracteriza: “La vida es el fuego que arde y el sol que da
luz. La vida es el viento, la lluvia, el trueno y el cielo. La vida es materia
y tierra, lo que es y lo que no es, y lo que más allá está en la eternidad.
En la vida se asientan todas las cosas, cual los radios en el centro de
la rueda.” La vida es conjunción armónica de aire, agua, tierra, fuego y
aliento. Y el poeta, como un nuevo risi, como un viejo sabio consciente del
alcance e importancia de su discurso poético, parece concluir y enmendar con
humildad rotunda el antiguo oráculo proclamando que en la vida humana, además
del universo en trance de criatura, se asienta, sobre todo, la palabra en busca
de su fuego. El fuego o llama que consume y no da pena, porque es de amor viva
y enciende con su luz y su voz las oscuras cavernas del sentido, que estaba
oscuro y ciego.
Pues bien, gracias a la conjunción de la amistad y de la poesía, valga la
redundancia, he aprendido con Antonio Capilla de su amor al Sur, a ese viento
mirífico, o sea admirable, que se cuela por los intersticios del alma y
enciende la pasión dulcemente a la par que colorea los recuerdos de la infancia
en el pueblo de Sevilla y la torna serenamente paradisíaca, como todo aquello
que reposa en la memoria de un niño.
Antonio es un creyente, un sumiso a la fe en la palabra poética que, al
decirse, se transforma en luz, o sea, en amor y fuego. Como si la pira que
incendia la hoguera de su anhelo solo pudiera consumirse en rebufos de versos. De
versos serenos, pero firmes, amables pero seguros de su poder, a un tiempo
pacíficos como la lluvia mansa sobre la besana y contundentes como el fulgor de
un rayo en la tormenta.
El fuego, el viento, la tierra y la mar: volved al mar que es vuestro,
nos dice el poeta, abrid las alas al viento, tomad lo que ya es vuestro.
¿Es la palabra la quintaesencia de los cuatro elementos?, ¿es la delicada
destilación de su atanor alquímico? Creo haber leído bien estos intensos
poemas, si ahora digo que la tierra
es la infancia, el paraíso de la memoria enamorada, el agua es el anhelo infinito de libertad y de justicia, el viento es el coraje cívico, la voz que
nadie apaga, el espíritu, el ánemos, el vuelo del pájaro-alma y que el fuego es el amor, el amor a la pareja,
a los hijos, a los amigos, a los alumnos, a los compañeros, a aquellos con
quien Antonio comparte el pan y la palabra, el pan de la poesía y del sueño y
de la imaginación y la palabra que no se resigna a ver el mundo indiferente,
sino que, aupado por el ejemplo paterno, se atreve a proclamar: “yo soy la voz
que clama entre los muertos”.
Porque hoy como entonces, el poeta es más profeta que nunca y echa fuego
por sus versos, versos indignados y a la vez serenos que querrían, que quieren,
al proclamarlos, que ese mismo fuego funda el becerro de oro de la codicia y la
ignorancia y la maldad y resurjan, cinceladas en piedra, las palabras de la nueva
ley: la libertad. Por eso, como un profeta bíblico, el poeta se abraza con sus
versos a la gente sencilla y les pide que despierten y se alcen y que dejen que
los muertos entierren a sus muertos.
Nunca antes tanto coraje, tanto arrojo, tanto fuego en los versos de
Antonio Capilla. El alquimista de la palabra ha encendido los poemas con el
fulgor de la llamarada capaz, sí, capaz, de resucitar a los muertos:
“Yo creo que en mi vida no están muertos
Los muertos que en mis sueños siguen vivos
Hablándonos de lo que se ha perdido…
Y escucho así sus voces en el tiempo”
Pero de pronto el tiempo se detiene, fluye el amor, cuánto amor, y en la
retorta del mago emerge la rosa roja, el símbolo de los símbolos, la imagen del
sexo, de la mujer, del sol rojo, la Beatrice de Dante más allá del confín de
las estrellas, la rosa de Paracelso, el pájaro, el simurgh de los sufíes según nos relata el persa Attar: los huesos y
las venas de uno mismo transustanciado en vuelo: su canto de puro amor. Puro,
que viene de “pur”, en griego “fuego”, en Antonio palabra, en sus lectores
versos transidos de pétalos y espinas.
Cuenta el retórico Longino en su tratado Sobre lo sublime, que el ejemplo más excelso de tal arte se da
entre el poeta de los hebreos (así define al compilador bíblico, “el poeta de
los hebreos”) cuando proclama, en el Génesis de su Libro, que su Dios dijo:
“Hágase la Luz… y la Luz se hizo”. Nada, desde el punto de vista de la poesía,
tan admirable, tan sublime, como ese versículo, para el PseudoLongino, que con
decirla, la luz se hiciera.
Pues bien, nuestro poeta, consciente de la fuerza trascendente de la
palabra poética preñada de luz y fuego nos regala la rosa roja recién evocada,
recién creada, en la página en blanco de su poema para que al decir, al
entonar, como un sagrado mantra, la palabra AMOR, ese amor, como la Luz del
Dios del Libro, reventase por los cuatro costados de la página, en cuyo haz y
urdimbre reposa la imagen misma del Cosmos, del universo, por fin, en plenitud
de su Harmonía.
También el poeta sabe, y escribe, que los que no se hagan como niños no
gozarán de la bienaventuranza, el poeta niño, cuya mirada azul y buena nos
contagia, nos enaltece, nos redime (y perdonadme que ahora y solo ahora este
hablando de la persona, la que firma el libro), el poeta niño, decía, ha visto
el pájaro azul del paraíso cuyos trinos fulgen como un arco iris de gorjeos.
Ese pájaro-maná “alumbra mi voz, inspira mi alma y despierta en mi mente”. Los
que estén poseídos por el becerro de la codicia, los que tengan el alma oxidada
y acumulen hielo en su espíritu nada saben del pájaro azul, porque él solo se
posa y se hace beso, con sus labios de plata, en todos los niños.
Gracias Antonio, por recordarnos que somos tierra, aire, agua, fuego y
anhelo, es decir, palabra. Ojalá que esta vez, sí, que esta vez al decirse,
AMOR, el amor se encarne en el día a día del amor doméstico, bebiendo el
infinito del vino del amor hecho gacelas “en donde muerte y vida son eternos”.
Ángel García Galiano
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